Este espacio nace del deseo profundo de compartir mi mirada sobre el mundo, moldeada por experiencias personales, intuiciones espirituales, pensamientos críticos y momentos que han marcado mi camino.
Aquí escribo desde la vivencia directa, desde la contemplación del alma y también desde lo que canalizo al observar la vida.
Mis reflexiones son breves, pero nacen de procesos largos. Son conclusiones que emergen, pero también preguntas que siguen en movimiento dentro de mí.
Comparto tanto lo luminoso como lo doloroso, porque reconozco que soy un ser espiritual viviendo una experiencia humana.
Si algo de lo que lees aquí resuena contigo, quizás es porque tú también estás atravesando los misterios de la existencia con el corazón abierto.
Hace algunos meses, ocurrieron sucesos que provocaron un momento “torre” en mi vida (Arcano XVI). Todo lo que creía se derrumbó y dejó de existir. Fue un instante decisivo, clave para la continuidad del plan divino en el que camino. Por supuesto, no es la primera vez que sucede… y sé que no será la última. De hecho, ahora mismo me encuentro nuevamente en ese lugar. Y a estas alturas, es casi gracioso verme aquí otra vez. Solo me queda aceptar que lo que tiene que irse, se irá. Es un momento de limpieza, de despejar el terreno para que las nuevas bendiciones tengan un espacio digno donde florecer.
Durante toda mi vida, he tenido un acercamiento natural a la espiritualidad, por herencia familiar. Y, solo para aclarar, no hablo exclusivamente de religión (aunque mi historia también ha rozado la religión católica). Para mí, religión y espiritualidad no son lo mismo. Las religiones son conjuntos de prácticas ritualísticas; sus diferencias son culturales y metodológicas, pero su finalidad, en teoría, es la misma: conectar con lo sagrado. El problema es que el uso que se les da varía… y como institución, muchas veces terminan siendo incongruentes, patriarcales y sexistas, desviadas de su supuesto propósito. Adoctrinan, alimentan el fanatismo, nos separan unos de otros, nos desconectan de nosotros mismos y nos mantienen atrapados en juicios, superioridad moral y ego.
Y ahí llegamos al ego.
El ego que aparece también fuera de las religiones. Ese que se instala cuando comienzas un camino espiritual “por libre” y, sin darte cuenta, replicas la misma actitud de un fanático religioso: sentirte superior, creer que tienes la verdad y que los demás están equivocados porque no hacen lo que tú haces. Es difícil salir de esa caja en la que hemos estado toda la vida y que, aunque creas que ya has escapado, sigue ahí… solo que pintada con un color nuevo.
Ponerle un alto al ego es un desafío, sobre todo cuando ha hablado por ti en automático toda tu vida. Y ahí surgen preguntas existenciales: ¿Quién soy yo?, ¿Qué es correcto e incorrecto?, ¿Existe una sola verdad?, pero esas preguntas merecen su propio capítulo.
Lo que quiero señalar aquí es una paradoja: querer ser espiritual puede convertirse, sin que lo notemos, en un disfraz del mismo ego. En mis primeros pasos, leer sobre temas espirituales, investigar cosmovisiones y esoterismo, practicar rituales y meditación… me hacía creer que “los demás” estaban desviados. Pero no era mi conciencia la que pensaba eso, era mi ego hablando.
Hoy, después de muchos momentos “torre”, he aprendido a reconocer su voz. Cuando el ego habla, la luz de mi conciencia lo observa y lo desenmascara. No es fácil. Es una práctica diaria. Vivo todos los días en esta dualidad humana: la búsqueda, o más bien, el recuerdo de quién soy fuera de todo lo que me dijeron que debía ser, más allá de las etiquetas que acepté sin saberlo.
Hoy entiendo que la espiritualidad no es un traje para mostrar, sino un silencio profundo para habitar. Me conecta conmigo y me recuerda que, antes de este cuerpo, ya era un ser espiritual. Vine aquí a tener una experiencia humana, a aprender a vivir en el equilibrio entre mi luz y mi sombra, sin negar ninguna de las dos. Porque así como todos somos pecadores, también todos somos santos.
El mundo no es blanco o negro.
Y así como yo busco mi manera de conectar con Dios, otros encuentran la suya. Eso no me da derecho a juzgar ni a pensar que lo hago “mejor” que nadie. Porque, al final, todos somos el universo experimentándose a sí mismo desde infinitos puntos de vista.
Son preguntas que me he hecho a lo largo de mi carrera en la danza.
A través de la observación he visto muchas cosas. He visto personas con capacidades físicas increíbles: extensiones perfectas, fuerza, memoria muscular, disciplina. Y, aun así, a veces siento que algo falta. ¿Por qué siento que algo falta? ¿Será la esencia?
Reconozco que cada persona tiene una forma única de moverse; por ende, todos tenemos una esencia. Las cualidades de movimiento son características que están en constante desarrollo, pero que se mantienen fieles a esa esencia individual. Eso es algo profundamente bello de observar.
Sin embargo, en ocasiones presencio coreografías donde hay técnica, hay esencia, hay bellas cualidades de movimiento… y, aun así, algo me sigue faltando.
¿Qué es ese algo que diferencia a alguien que practica una disciplina artística, ya sea de forma recreativa o profesional, de alguien que es, intrínsecamente, un artista?
En este momento hablo desde la danza, porque es el lenguaje que habita en mi cuerpo, pero esa sensación la he vivido también en contacto con muchas otras formas de arte. Lo que busco, lo que me conmueve, lo que me transforma, no es sólo la obra como resultado final, ni la ejecución impecable de una técnica.
Es el canal abierto de comunicación entre el alma del artista y el espectador. Es recibir, a través de un lenguaje espiritual, sus ideas, sus emociones, su propuesta al mundo.
Entonces creo que lo que me hace artista es justamente eso, que a través de mi experiencia humana y de la creatividad, que siento como una capacidad profundamente espiritual, me comparto con el mundo a través del arte, a través de la danza.
Ser artista no es solamente dominar una forma o una técnica. Es encarnar un mensaje, una búsqueda, una sensibilidad que no se puede fingir ni aprender de memoria. Es permitir que lo humano y lo divino se encuentren en el cuerpo, en la voz, en la imagen, en el gesto.
La creatividad no es solo hacer cosas nuevas, es ver el mundo con una mirada distinta. Es transformar lo cotidiano en poético, lo invisible en presencia. Es tener el valor de mostrarse desde lo íntimo, vibrando en autenticidad, es poner en forma visible aquello que muchas veces no se puede decir con palabras.
Y aunque en el pasado me lo haya preguntado mil veces, hoy, cuando reviso cada obra y actividad que he creado, cuando recuerdo cada vez que he danzado, cuando observo las ideas que me visitan como destellos en la mente y se transforman en movimiento y otras expresiones artísticas, entonces lo sé.
Sí, soy artista. Porque no podría ser otra cosa. Porque el arte no solo lo practico, lo habito; porque cuando me muevo con intención, una parte del alma se manifiesta.
Este es un tema que he reflexionado en más de una ocasión con mi amiga Irene. Frecuentemente, nuestras conversaciones son ejercicios de pensamiento crítico, caminos hacia un saber más consciente. En este caso específico, observamos ciertas conductas: personas que viven en un constante resentimiento hacia otras que acceden a oportunidades y recursos debido a la estructura del sistema.
Reflexionamos sobre esto porque tanto Irene como yo venimos de familias de recursos limitados, siempre enfrentando las dificultades cotidianas: querer estudiar un curso o una maestría, y vernos ante la imposibilidad de hacerlo sin pasar por una cadena de obstáculos económicos. Sin embargo, a pesar de estas limitaciones, ambas llegamos a una conclusión importante: también somos privilegiadas si afinamos la mirada.
Por ejemplo: nunca nos ha faltado comida, tenemos un techo bajo el cual dormir, yo he podido viajar a Estados Unidos en un avión. Mi incomodidad ha sido enfrentarme a un aeropuerto, pero eso no se compara, ni remotamente, con la experiencia de otro migrante que entra a este país de manera ilegal, caminando días a través de montañas entre México y EE.UU., con el mismo fin: buscar una vida mejor.
Es fundamental no perder de vista el verdadero problema: vivimos en un sistema que se sostiene en el desequilibrio. El capitalismo enriquece a un pequeño grupo, una élite global, mientras la mayoría vive en una lucha constante por sobrevivir dignamente o por alcanzar una vida parecida a la de esa élite, vida llena de máscaras. Muchos otros, en cambio, viven en pobreza y pobreza extrema, donde la carencia no es sólo de dinero, sino de educación, salud, alimento y oportunidades reales.
Mientras más divididos nos mantengan, mejor para ellos. Mientras más ignorantes seamos, más fácil será controlar el ambiente en el que vivimos. Mientras más distraídos estemos, menos probabilidad hay de que veamos la raíz del problema o formulemos soluciones reales.
Y es un juego perverso del que se vuelve muy difícil escapar, porque nacemos dentro de él. Desde pequeños, nos enseñan sus reglas. Nos adoctrinan para que todo siga funcionando tal como está.
Impulsar la educación, tomar consciencia, quitarnos el velo, ver quienes son los opresores y dejar de defenderlos, y también dejar de odiar sin sentido justo a quienes ya son oprimidos por el sistema, son los pasos más básicos para generar un cambio. Ser empáticos y resilientes ante esta realidad es imprescindible. Y ese cambio ya está iniciando, muy lentamente, pero ya se siente.
A lo que quiero llegar con todo esto —y me parecía esencial decirlo antes de continuar— es que, en ocasiones, por sostener rígidamente esta narrativa de "opresor vs. oprimido", terminamos cargando con un resentimiento incoherente hacia personas que simplemente tienen más privilegios que nosotros.
Vivir con ese odio es seguir alimentando las inconformidades que el sistema quiere que tengamos. En otras palabras: seguimos repitiendo activamente el mismo patrón que nos mantiene separados, enfrentados y rotos.
Es urgente seguir profundizando en la narrativa del privilegio, pero con honestidad y apertura. Porque ¿qué sentido tiene vivir resentidos por una historia que ya fue? Lo que nos toca hoy, como comunidad, es cultivar una consciencia abierta, humilde, en constante revisión, que evite caer en comportamientos que sólo perpetúan las mismas injusticias. Desde allí es que podemos proponer soluciones reales que fomenten el acceso equitativo a las oportunidades. O bien, podemos utilizar las oportunidades que ya existen para abrir caminos que sean compartidos indiscriminadamente.
Hay que reconocer también que la discriminación no es un acto exclusivo de quienes tienen poder o privilegio. Nosotros también discriminamos. Nosotros también rechazamos. Y no todas las personas con múltiples privilegios son opresoras.
Dejar de vivir desde la herida, dejar de asumirnos como víctimas, puede ser el primer paso no sólo hacia una sanación personal, sino hacia una transformación colectiva.
¿Realmente odio a quienes tienen más privilegios que yo,
o alguien me enseñó a odiarlos y solo estoy repitiendo ese guion sin cuestionarlo?
¿Mi inconformidad nace de la injusticia real,
o de un deseo silencioso de ocupar ese mismo lugar al que critico?
¿Es la envidia la que habla por mí, o es una sed genuina de justicia?
¿Estoy luchando por un mundo más justo para todos…
o solo quiero que me toque un pedazo más grande del mismo sistema desigual?
Llegué en horas de la tarde del 23 de agosto de 2021. Era un día soleado, pleno verano, con un calor seco que nunca antes había sentido. En mi país, mi bello Panamá, la humedad es muy alta, así que este clima caluroso y seco era completamente nuevo para mí.
Mi gran amigo Esteban me ayudó de una forma increíble. Sin él, habría estado muy perdida. Nueva York es enorme, y no solo era mi primera vez en esa ciudad, también era la primera vez que salía de mi país en avión. Estar en un aeropuerto ya era todo un universo desconocido.
Esa noche fui a Times Square y vi en vivo ese lugar que tantas veces había observado en videos y fotografías, un sitio emblemático de Manhattan. Me quedé a dormir en la casa donde vivía mi amigo junto a sus roommates, personas generosas que me ofrecieron un espacio para quedarme mientras encontraba un cuarto en alquiler para comenzar mi vida por mi cuenta. La sala se convirtió en mi refugio esos primeros días, y el sillón, en mi cama temporal.
Esa primera noche, al acostarme a dormir, tuve un sueño.
En el sueño, me encontraba en un lugar vacío, oscuro, pero con suficiente luz como para percibirme a mí misma. Estaba allí, simplemente estando, sin hacer nada, hasta que una voz me habló. Me dijo:
—Sharon, ya te vas. No puedes irte dejando a tus perros aquí solos. Debes matarlos.
Escuché esas palabras y, sin protestar, respondí:
—Sí, entiendo. Lo haré.
Fue entonces cuando miré a mi lado y allí estaban mis dos perros, mis hermosos compañeros de pandemia. Ambos llegaron a mí cuando tenían apenas mes y medio de nacidos. Hasta ahora, ellos han sido lo más parecido a tener hijos en esta vida.
Lo siguiente que sucedió fue que tomé a uno de ellos. Frente a mí había algo que parecía una mesa, pero que al mismo tiempo era un portal. Coloqué al perro sobre la mesa, y él se hundió y desapareció.
Yo solo seguía las instrucciones.
Tomé al segundo perro, pero él, a diferencia del primero, comenzó a luchar desesperadamente por su vida. Se resistía con todas sus fuerzas a que lo colocara sobre la mesa. Él sabía lo que ocurriría si lo hacía. Y fue entonces cuando desperté del trance en el que me encontraba. Vi a mi perro luchando por no morir y, de pronto, tomé conciencia de lo que ya había hecho. Ya había hundido al otro. Ya lo había perdido.
El dolor me atravesó de pronto. Un llanto desgarrador me salió del pecho. Dejé ir al perro que aún sostenía y comencé a llorar con una tristeza profunda, inconsolable. No solo sufría por la pérdida, sino porque yo misma había sido la causante. Yo lo había hecho.
Desperté de esa pesadilla en la madrugada del 24 de agosto. Estaba literalmente bañada en lágrimas. Toda la parte superior de mi suéter estaba empapada y mi rostro cubierto de agua salada. Sentía el peso de la muerte, el vacío de una pérdida, el dolor de un adiós que me desgarraba el alma.
Y entonces entendí: ya no estaba en mi casa. Estaba en un lugar desconocido. Y ese dolor que sentía no era otra cosa que el inicio de un duelo.