Nací el 6 de agosto de 1998, en la ciudad de Panamá, donde el trópico respira entre concreto y raíces profundas. Crecí en Pueblo Nuevo, un barrio popular del distrito capital, cargado de contrastes, historias y luchas. Una zona roja, como muchos la llaman por los peligros que se enfrenta en estos ambientes, pero para mí fue el territorio donde se sembraron las primeras semillas de mi fuerza interior.
Mi infancia no estuvo rodeada de lujos, pero sí de amor, dignidad y resistencia. Gracias a mi madre y mi padre, tuve lo esencial: educación, techo, alimento, y sobre todo, valores que me sostienen hasta hoy. En medio de la escasez material, floreció la abundancia más profunda, la fe, la sensibilidad y el poder de imaginar un futuro distinto.
Desde pequeña, el arte me hablaba en susurros. Primero fue el gusto por el dibujo y la pintura, pero fue la música quien me tomó de la mano con más firmeza. A los 12 años, al ingresar a la escuela secundaria en el Instituto América, comencé a estudiar clarinete requinto en la banda de música del colegio. Puedo decir con certeza que la primera vez que me enamoré fue al descubrir la música. Fue mi primer amor en esta vida.
Entre 2011 y 2017, la música me sostuvo como un bálsamo invisible. Tocando, viajé a distintas provincias del país y a Costa Rica; compartí escenarios, vivencias y sobre todo amistades que aún conservo. La música fue un refugio para mi alma tímida, un lenguaje en el que por fin podía ser sin miedo, sin juicio y también fue la puerta hacia algo más.
A los 15 años, tuve una epifanía: me vi bailando. Me vi siendo danza. No fue una fantasía, fue una visión. Aunque en aquel entonces no tenía acceso a clases ni recursos para desarrollarlo, la imagen se quedó latiendo dentro de mí, como una profecía silenciosa.
Tres años más tarde, contra las expectativas familiares y el ruido del entorno en donde reside el eco de la ignorancia que habla del arte solo como una manera de ocio y algo de lo que no se puede tener una vida digna, decidí hacerle caso a mi alma e ingresé en 2017 a la Escuela de Danzas de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Panamá. Tenía 18 años y ningún entrenamiento formal, rodeada de compañeros que habían bailado desde que sabían caminar. Yo no sabía aún cómo moverme en ese lenguaje, pero sí sabía que pertenecía a ese camino.
Ese mismo año conocí la Técnica Graham, de la mano de la profesora Iguandili López, y me enamoré profundamente de este estilo de danza. Había encontrado un cuerpo dentro de mi cuerpo, una memoria antigua que reconocía en cada contracción, en cada espiral. Al final de aquel año, dije: “me encantaria estudiar en la Martha Graham School, en Nueva York”.
Era un sueño lejano, pero sin yo darme cuenta ya había empezado a caminar hacia él.
En 2018, ya en mi segundo año de carrera universitaria, tomé una decisión que marcaría mi ritmo de vida, ingresé también a la Escuela Nacional de Danzas del INAC (hoy Ministerio de Cultura). Desde entonces, y hasta el 2020, estudié danza moderna en dos instituciones paralelamente: la licenciatura en la Universidad de Panamá y el nivel técnico en el INAC.
Mis días empezaban al amanecer y terminaban bien entrada la noche. Fue un periodo de gran sacrificio físico y emocional. Pero también fue un tiempo de abundancia formativa. Ambas escuelas me ofrecían perspectivas distintas que se complementaban entre sí, desde la técnica hasta la pedagogía, y me permitieron madurar no solo como bailarina, sino como futura docente.
Pero la vida, con sus pruebas sagradas, me puso frente a uno de los mayores desafíos de mi historia. A inicios del 2020, mientras comenzaba mi proceso de tesis y finalizaba materias en ambas instituciones, mi madre enfrentó graves complicaciones por cáncer. El dolor era profundo, desgarrador, pero la fe, la unión familiar y la templanza fueron las columnas invisibles que lo sostuvieron todo.
A pesar del miedo y el cansancio, seguí adelante. Ese mismo año me gradué de la Escuela Nacional de Danzas, obteniendo el primer puesto de honor de todas las escuelas de arte del país en el nivel técnico superior. Avancé con la escritura de mi tesis, cerré materias pendientes, y, lo más importante, mi madre volvió a casa, estable y en pie.
Fue una victoria que no solo celebró logros académicos, sino el milagro de la vida misma.
En el año 2020, mientras el mundo se detenía, mi alma seguía avanzando hacia un sueño que parecía imposible, estudiar técnica Graham en Nueva York. Ya había comenzado a investigar el proceso de admisión, me había familiarizado con los requisitos, los formularios, los plazos, pero la realidad era otra. Vivía entonces en Guna Nega, una comunidad segregada de Panamá, y la situación económica de mi familia seguía siendo muy limitada. Lo que teníamos alcanzaba solo para lo básico.
Pensar en mudarme a una de las ciudades con el costo de vida más alto del mundo parecía más un deseo iluso que un objetivo real. Pero el anhelo era más fuerte que la lógica, más firme que el miedo. Y si no era ese año, lo intentaría al siguiente. Y si no en ese, en el que seguía. Así de claro estaba para mí, lo iba a lograr, no importaba cuándo.
Durante mis años universitarios, además de mi formación académica, tuve la dicha de formar parte de la Compañía Interuniversitaria Coraza, dirigida por la profesora Mireya Navarro. Desde el 2017 hasta el 2020, esta experiencia me permitió vivir el rigor y la entrega de ser parte de una compañía de danza. Allí no solo interpreté coreografías, sino que cultivé mi voz como intérprete, aprendí a comunicar desde el cuerpo, a hablar sin palabras y a tocar almas a través del movimiento.
Comencé entonces a construir un puente con lo que tenía: pequeñas ventas de snacks, tómbolas, clases de danza y preparación física. Cada esfuerzo era una ofrenda. Cada moneda recaudada, una afirmación del camino. Hasta que un día, como un regalo enviado directamente desde lo divino, se abrió un concurso de becas internacionales para estudiantes de arte, ofrecido por el IFARHU, una institución del gobierno panameño.
Aquella convocatoria llegó como lo hacen las señales verdaderas, en el momento exacto y con la fuerza de lo inevitable. Apliqué con toda la fe que vivía en mí, respaldada por los méritos que había cultivado con disciplina y amor. Y así, contra todo pronóstico, me convertí en acreedora de una beca completa por dos años para estudiar en la Martha Graham School.
En el año 2021, con mi tesis finalmente sustentada, vi como ese sueño que había nacido como una visión silenciosa en mi adolescencia, tomó forma. Con el corazón en la mano, llevando conmigo no solo mis maletas, sino las esperanzas de todas las versiones de mí que alguna vez se sintieron pequeñas, invisibles o imposibles, partí rumbo a la ciudad de Nueva York el 23 de agosto. Así comenzó un nuevo capítulo en mi vida. Llegar a esta ciudad fue como renacer entre rascacielos y silencios nuevos. De pronto, me encontré siendo inmigrante, aprendiendo un idioma distinto, lejos, muy lejos de todo lo que hasta entonces conocía y me había contenido: mi familia, mi tierra, mis costumbres, mi hogar.
Sentí tristeza, soledad y desarraigo. Me sentí perdida. Pero no di un paso atrás. No podía. Ya había apostado demasiado, no solo en lo externo, sino dentro de mí. Y, sobre todo, porque yo misma había deseado este salto hacia lo desconocido, hacia esta expansión.
Ser extranjera es cargar un tipo de dolor que no se ve. Es una nostalgia que se aloja en el cuerpo, que respira contigo. Vives con él, aprendes a abrazarlo, pero nunca desaparece del todo. Extrañas los rostros conocidos, el calor del hogar, los olores de tu comida, el cielo de tu país.
Y, sin embargo, cuando regresas a casa, te das cuenta que ya no eres la misma. Algo ha cambiado para siempre.
Al llegar a la Martha Graham School, comencé en el programa independiente. Fue mi puerta de entrada al lenguaje que siempre había soñado habitar. Al año siguiente, en 2022, pasé al Two-Year Certificate Program, una formación profesional rigurosa y profunda, del cual obtuve mi certificado de finalización en el año 2024.
Ese último año (otoño 2023 y primavera 2024) fue quizás el más desafiante de todos. Mi beca ya había finalizado en primavera de 2023, el dinero se había agotado, mi familia no estaba en posición de sostenerme con los gastos que impone esta ciudad y el estatus como estudiantes nos impide trabajar legalmente así que se vive con miedo. Aún me faltaba un año completo para graduarme. La incertidumbre me rondaba cada día, pero Dios nunca abandona a sus hijos. En medio de esa tormenta, como un ángel iluminando mi camino, mi compañera de vida para ese entonces, Valentina, estuvo en todo momento para apoyarme en lo que necesitaba, gracias a su presencia en mi vida no solo evolucione como persona, sino que tuve los recursos para vivir dignamente durante este tiempo de dificultad material.
Durante mis años como estudiante en la Martha Graham School, aprendí mucho más que técnica. Tuve la fortuna de recibir guía de maestras extraordinarias, almas generosas que no solo me transmitieron el lenguaje de la danza moderna, sino también el de su corazón. Mujeres como Blakeley White McGuire, Elizabeth Euclair y la maestra de ballet Tami Aleson, quienes marcaron profundamente mi proceso, no solo como bailarina, sino como ser humano.
Pero esta experiencia no fue un sendero sin sombras. La industria de la danza puede volverse hostil cuando se aleja de su raíz espiritual. Dentro de instituciones de alto nivel, también existen dinámicas que duelen: ambientes tóxicos, docentes sin conciencia emocional, estructuras que en vez de sanar, lastiman.
He sido testigo y también víctima de prácticas que convierten la danza en un arma contra el propio cuerpo: malos hábitos alimenticios, competencia insana, desconexión con la intuición corporal, inseguridades, enfermedades mentales, discriminación, entre tantas otras. Cuando la danza se vacía de alma y se llena de ego, pierde su poder ancestral, su carácter ritual y su propósito como medicina.
Por eso siento tan urgente hablar de esto. Porque la danza no debe ser un campo de guerra, sino un terreno fértil donde el alma pueda encarnarse con dignidad. Las nuevas generaciones de artistas y docentes tenemos el deber de crear un cambio de mentalidad. No basta con enseñar pasos de danza; debemos enseñar a vivir.
¿Cómo pretendemos lograr un cambio de mentalidad como docentes si no somos humildes y no nos dedicamos a realizar constantes procesos de introspección?, debemos deconstruirnos y con mucha compasión hacia nosotros mismos revisar y emprender el camino a sanar nuestras heridas, cuestionar hábitos y estructuras opresoras que patrocinan ambientes completamente desviados del proposito de la danza y enseñar desde la coherencia, el amor y el respeto. Hacernos conscientes de nuestros actos es imprescindible hoy dia. Es necesario que quienes guiamos procesos formativos asumamos también nuestra responsabilidad.
Este despertar me ha sembrado un deseo profundo de compartir mis conocimientos desde una nueva conciencia. De educarme constantemente. De hablar, acompañar y crear espacios donde el arte de mover el cuerpo sea, nuevamente, camino espiritual y hogar del alma.
Este es un tema que seguiré explorando con mayor profundidad en el espacio que he llamado “Reflections and Perspectives”, porque nombrar también es sanar.
Aprender la Técnica Graham en esta escuela fue también un proceso de humildad profunda: tuve que desaprender y volver a aprender desde la raíz. Cada gesto tenía ahora un nuevo peso, cada contracción un nuevo significado. Fue como redescubrir un idioma que ya hablaba, pero con otra conciencia.
Después de mi primer semestre, sentí con claridad el llamado a compartir a pesar de sentir que sabía poco, o quizás justamente por eso me dije: "Voy a compartir lo poquito que sé".
Y fue a inicios del 2022, durante uno de mis regresos a Panamá, cuando dicté por primera vez un taller intensivo de danza moderna con base en Técnica Graham en la Escuela de Danza de la Universidad de Panamá, la misma institución que me había visto nacer como bailarina.
Latinoamérica enfrenta muchas barreras para acceder a conocimientos de primera mano en técnicas de danza desarrolladas en el hemisferio norte. Lo sé porque lo viví. Por eso nació en mí la necesidad de crear algo más grande que una clase, algo con propósito y dirección, así surgió mi proyecto personal Compartiendo por Latam.
Compartiendo por Latam es un programa educativo de danza que busca llevar este conocimiento a estudiantes y artistas de toda la región, haciendo accesible lo que muchas veces parece lejano o inaccesible. Es una forma de sembrar en nuestra tierra lo aprendido en otros suelos, pero con la ternura, el respeto y la energía de nuestras propias raíces.
Te invito a conocer más sobre esta iniciativa en la sección CPL Project, donde comparto en detalle su visión, propósito y las acciones que lo hacen posible.
Incluso antes de finalizar mis estudios en la Martha Graham School, la ciudad de Nueva York me abrió sus escenarios. He tenido la oportunidad de expandirme como intérprete bailando con ModArts Dance Collective, Pajarillo Pinta’o Dance Company, Tumbaga Dance Company, Sur Dance, Fruto Ancestral, y participando en diversos proyectos independientes (freelance) que llegaron a mí como pequeños destinos con forma de coreografía. Cosa que también ha sucedido con la oportunidad de convertirme en figure model para photoshoots y drawing classes, arte que me ha ayudado a explorar mi cuerpo y mi movimiento desde otra perspectiva.
Desde el inicio de mi formación como bailarina, siempre me ha interesado el cuerpo como vehículo sagrado. Lo he estudiado no solo en su expresión artística, sino también en su preparación física y su cuidado. De manera natural, me fui desarrollando también como instructora de fitness, entendiendo que moverse con propósito es también un acto de sanación.
En noviembre de 2024, mi vida dio un giro inesperado pero profundamente significativo: comencé a trabajar como entrenadora personal de manera formal, ofreciendo clases a mujeres de la comunidad judía ortodoxa de Nueva York. Este encuentro fue un espejo sagrado. Me mostró que nada en mi vida ha sido casualidad, que cada risa, cada caída, cada abrazo, cada despedida me ha estado preparando, guiando, alineando hacia un propósito mayor.
Entendí que mi camino espiritual no estaba separado de mi carrera, sino que era su raíz. Que cada cuerpo que guía mis manos, cada alma que conecta conmigo a través del movimiento, también me enseña.
Y yo tengo un propósito con cada persona con quien conecto.
Hay un llamado profundo al servicio.
Al compartir con mujeres de esta comunidad, descubrí nuevas facetas de mi propia feminidad sagrada, serena y sabia. Ser autodidacta, investigar sobre su historia, espiritualidad y cosmovisión, ha sido un espejo que me ayuda a expandirme en mi propio camino hacia lo divino. A partir de esta experiencia, he comenzado a diseñar un entrenamiento integral con perspectiva sanadora, que celebre el cuerpo, lo cuide y lo reconcilie consigo mismo desde el respeto, la compasión y la espiritualidad encarnada.
Hoy, reconozco con gratitud que cada paso que he dado ha sido divinamente guiado. Que el arte, el cuerpo y el alma no están separados.
Que he venido a compartir mi arte como un movimiento consciente, y a recordar junto con otros, que el cuerpo también es oración, el cuerpo es templo, y moverse es recordar.